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Reminiscencias

 

Cuando murió solo quedamos él y yo en la casa. Estuve ocupado atendiendo a las visitas y el teléfono. Mis ganas de estar tranquilo me hizo pensar que eran inoportunos, agradecí que algunos se marcharan después de haber estado el tiempo suficiente.
    El olor a glicinas del patio interno entró por la ventana, impregnó el ambiente dando la sensación que deambulaba por ahí; me venían recuerdos, parecía verla en la cocina, el comedor o el living leyendo alguna revista de recetas.
    Nunca lo vi así. Estuvo sentado todo el día con la mirada perdida en el suelo asintiendo a los pésames, sabía que tenía ganas de quedarse solo, hacer duelo a su manera. Descubrí algo más en su rostro, un asomo inquietante. Pensé que vendrían los médicos, después las recetas y los comprimidos antes del almuerzo y la cena.
     Miré un momento las glicinas, recordé lo hermosa que era ella, mi vida podría haber sido diferente, quizá me hubiera casado, tal vez tendría hijos, no lo hice para no dejarlos solos y permití que se marchara.
   Por la tarde fuimos al cementerio. Algunos se fueron y otros nos acompañaron, un amigo vino con nosotros, le agradecí. En algún momento él también me dijo que ella era espléndida y no debía desaprovechar la oportunidad.
    La ceremonia fue breve, el cura dijo unas palabras y él prefirió no ver cuando enterraban el féretro.
   Regresamos, ninguno quiso cenar, estábamos solos, pudimos hacer nuestro duelo; conversar, decirle que se encontraba en un lugar mejor, ver un par de lágrimas en su rostro, estar callados, irnos a nuestros cuartos, quedarnos en silencio y alejarnos de todo.

   Salí temprano para cobrar a los inquilinos, al abrir la puerta el viento frío me dio en la cara, estábamos a fines de mayo. En la calle; gente atareada a paso rápido, paseando perros en el parque, autos yendo y viniendo, hojas amarillas. Miré nostálgico el mundo del que era parte, lugares donde había transitado, rememorando paseos con ella, me pregunté qué sería de su vida.
   Al regresar pasé por la librería a buscar un encargo que me hizo. Vi lo inminente, las nubes tomaron parte del cielo desvaneciendo la ilusión de un día soleado. Empezó a llover, aún me quedaban un par de cuadras para llegar.
   Doblé en el bazar de la esquina, saqué la llave y abrí la puerta. Me quité el abrigo mojado y lo colgué en el perchero, caminé hasta el living, lo llamé, no respondió.
   Lo encontré junto a la chimenea releyendo un libro. Lo miré tomar té sin que me viera, el decline de luz se notaba por la ventana. Fui a la cocina, después de buscar ingredientes en la heladera y la alacena para preparar la cena, regresé. El libro estaba cerrado y sostenía la taza vacía entre sus manos cerca de los labios, parecía estar muy lejos, ajeno al mundo material que lo rodeaba, la mirada perdida en el fuego.
   Se la pasa sentado, a veces sale al patio, es raro que quiera ir a la calle, comienza a preocuparme. Es cierto que hablamos poco. Hubiera preferido que esto no ocurriera, pero lleva tiempo mantener la casa que ha quedado tan grande, llena de recuerdos y retratos.
   Sería bueno mudarnos a un lugar más pequeño, en el que sea fácil hablar, tener tiempo para otras cosas. Sé que quiere quedarse aquí, esta casa significa mucho para él.
    Lamentándolo, sin querer darme cuenta, me están atrapando a mí también.
   Hoy lo vi más animado, estuvo esperándome en la cocina, me acerqué y lo saludé palmeando su hombro. Encendí la radio, escuchamos música y conversamos mientras preparaba la cena. Era necesario saber que todavía pertenecíamos a este mundo, uno piensa que nunca le ocurrirán estas cosas, algo tan simple como dialogar.
    Nos venían a la memoria momentos en los que todos estaban aquí, también ella.
    Luego de cenar limpié la mesa y preparé café, lo serví y encendí un cigarrillo.
   Lo acompañé a su cuarto pensando en la noche, los dos sabemos, él nunca habla de eso. Supuse que sería peor, así que renuncié a mi curiosidad, opté por no mencionarlo.
   Cerré con llave la puerta del frente, la de atrás y los balcones, con esos cavilares me fui a dormir. El sonido de grillos llegaba a mis oídos a través de la oscuridad, acompañando lo nocturno, dando sensación de penitencia.

   Hace tiempo que murió, más tiempo hace que observo la historia, llena de imágenes enojadas con el lugar. A veces pienso que las pinturas de mirada hostil me hablan, dicen que demolerlo sería bueno, acabarían generaciones que trajeron el sucumbir y lo encerraron para siempre en esta casa.
   Ha ocurrido cuando menos esperaba, así suceden estas y la mayoría de las cosas relevantes, cuando no se espera que pasen, se unió a ellos.
   Miro por la ventana de la cocina, está anocheciendo, los colores del patio se opacan.
   —Tendríamos que cortar esas zarzas —digo en voz alta esperando una respuesta.
    No puedo dormir, quizá por el ruido en la noche, siempre tuvo ruidos, como toda casa antigua, pero ahora me quitan el sueño. Lo imagino sonámbulo, cambiando todo de lugar.
    Parece que existiremos convertidos en habitantes invisibles, aferrados a los recuerdos, hasta que aprendamos.
   Ya es tarde, me encuentro cansado. Es la última noche que escribo otra página de este diario estúpido.
   Los noté inquietos todo el día, a lo mejor esperan. Apagando las luces, lo acompañé a su cuarto (o imaginé que lo hacía). Encerrándome ante el imponente retrato de la tradición recluida, fui a la cama. Recé anhelando que aprendiéramos, así por fin un resplandor nos daría paz.

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